Lo inesperado. Siempre hay un problema más grande que no has visto que va a llegar

En un mundo cada vez más hiperconectado, acelerado y lleno de información pendeja la humanidad se enorgullece de su capacidad para producir, predecir y resolver problemas, eso le da una falsa sensación de omnipotencia. Y así vamos destrozando la ecología planetaria con humanos y todo incluido.
A esto se suman las patologías individuales en forma de lideres, las amenazas y representaciones de un nuevo reordenamiento del poder simbólico internacional, los diversos niveles de guerra, violencia y competencia que a veces se vuelven variables locas e inesperadas que aparecen como cisnes negros.
Hoy existen algoritmos que anticipan tendencias económicas hasta protocolos para mitigar desastres naturales, y con esto creemos dominar el arte de la previsión. Sin embargo, la historia nos advierte de una verdad incómoda: por cada obstáculo que superamos, existe otro más complejo acechando en la sombra, invisible hasta que irrumpe con fuerza. Lo inesperado. Esta paradoja —la ilusión de control frente a la inevitabilidad de lo imprevisto— desafía nuestra arrogancia y nos invita a repensar cómo enfrentamos la incertidumbre y lo inesperado. Lo inesperado puede ser positivo (una oportunidad sorprendente) o negativo (una crisis repentina), pero en ambos casos, su característica principal es que nos toma por sorpresa. Y aquí nos referimos a lo inesperado negativo.
La historia está plagada de ejemplos donde la certeza humana chocó contra problemas invisibles. En 1912, el Titanic zarpó proclamado «insumergible», solo para hundirse tras colisionar con un iceberg. Los ingenieros habían previsto fallos técnicos, pero subestimaron la combinación de arrogancia, condiciones climáticas y errores humanos. Siglos antes, el milenario imperio romano se creyó eterno e invencible, ignorando que la corrupción interna y las migraciones bárbaras erosionarían su núcleo de poder simbólico.
Hace poco vivimos una pandemia, la cual nadie vio venir, aunque fue prevista por la ciencia ficción. Estos casos comparten un patrón: los problemas más devastadores no son los visibles, sino aquellos que emergen de interacciones complejas entre factores subestimados y muchas veces invisibles.
¿Por qué no vemos lo dañino que se acerca?
Desde una perspectiva psicológica, la negación es un mecanismo de defensa que nos protege de emociones abrumadoras como el miedo, la ansiedad o la desesperanza. Sigmund Freud describió la negación como una forma de evitar confrontar realidades dolorosas o amenazantes.
Por ejemplo, un fumador que ignora los riesgos de cáncer porque enfrentar la posibilidad de enfermedad le genera ansiedad. O una persona que evita revisar sus finanzas por miedo a descubrir deudas insostenibles.
En el contexto de problemas mayores, como crisis económicas, desastres naturales o conflictos sociales, la negación actúa como un escudo temporal. Preferimos creer que «todo estará bien» porque aceptar lo contrario implicaría un costo emocional demasiado alto.
En el año 536 d. C. una serie de erupciones volcánicas sumieron el planeta en un duro invierno por aproximadamente 10 años con las consecuencias del caso. Las descripciones de la época hablan de que la luna era más luminosa que el sol. ¿Han pasado 1500 años y no se ha repetido un evento como ese, pero y si se repite? A medida que pasan más años más se incrementa la probabilidad. Una IA me dice que la probabilidad de un evento así en los próximos 100 años es de entre 10 y 20%, una probabilidad moderadamente baja, pero no nula. Y agrega después: “A nivel global eventos de esta magnitud son inevitables a largo plazo con impactos potencialmente catastróficos para la sociedad moderna.” Ante este problema tan grande optamos, tal vez justificadamente, por ignorarlo de muchas formas. Negándolo, olvidándolo o simplemente disminuyendo su importancia.
¿Otro ejemplo? Los índices de autismo. Todo el mundo se hace el loco con esto. Hace 20 años, los índices de autismo estaban alrededor de 1 cada 150 niños, hoy es de 1 cada 36 niños. Si la tendencia actual continúa, es posible que para 2045 la prevalencia del autismo alcance 1 de cada 20-25 personas. ¿Qué impacto va a tener esta situación a nivel social, de instituciones y programas de apoyo? ¿Y que lo está provocando? Una tesis es que el mercurio, el plomo y el aluminio que asumen los niños está produciendo esto, porque toda nuestra civilización actual se basa en muchas equivocaciones alimentarias y los costos inmediatos de un cambio civilizatorio solo algunos están dispuestos a pagarlos. Tal vez esta no podamos resolverla.
Y no le hemos sumado los niños con déficit de hierro en su comida en sus primeros años de vida que les va a producir déficit en sus niveles de comprensión y atención terminando como mano de obra barata para determinadas tareas que no pueda cumplir una IA.
¿Seguimos? ¿Y si con los constantes avances tecnológicos, un grupo terrorista en alguna parte del mundo se le ocurre modificar un virus y desatar una pandemia? Hoy parece ciencia ficción, pero la pandemia del 2019 en el 2018 parecía también ciencia ficción.
Daniel Kahneman, premio Nobel de Economía, explica en “Pensar rápido, pensar despacio” que nuestro cerebro opera en dos modos: uno rápido e intuitivo, y otro lento y analítico. El primero, aunque eficiente, está sesgado por atajos mentales (heurísticas) que distorsionan la percepción de riesgos.
Por ejemplo:
– El sesgo de normalidad: Tendemos a asumir que el futuro se parecerá al pasado inmediato, minimizando señales de cambio radical.
– La ilusión de control: Creemos que, si trabajamos lo suficiente o tomamos las precauciones necesarias, podemos evitar cualquier problema. Esta creencia nos da una falsa sensación de seguridad, pero también nos ciega ante amenazas que escapan a nuestro control. O también muchas personas no preparan un plan de emergencia para desastres naturales porque creen que «eso no les pasará a ellos». Esta mentalidad ignora que algunos eventos son impredecibles e inevitables, y que la preparación es la única forma de mitigar sus efectos.
Además, la cultura moderna celebra la solución de crisis, no la prevención de lo desconocido. Como señaló Nassim Nicholas Taleb en “El cisne negro”, dedicamos estatuas a quienes apagan incendios, no a quienes evitan que ocurran. Explora cómo los eventos raros, impredecibles y de gran impacto —llamados «cisnes negros»— moldean nuestra historia, economía y vida cotidiana. Taleb argumenta que, a pesar de nuestros avances en ciencia y tecnología, seguimos siendo vulnerables a lo desconocido y lo inesperado.
Basamos nuestras predicciones en experiencias pasadas, asumiendo que el futuro se parecerá al pasado. Sin embargo, los cisnes negros demuestran que lo desconocido puede romper con cualquier patrón establecido.
Como si fuera poco, vivimos en una sociedad que valora el presente sobre el futuro. La gratificación instantánea, el consumo desmedido y la búsqueda de placer inmediato nos distraen de pensar en consecuencias a largo plazo. Este enfoque cortoplacista nos hace subestimar problemas que no tienen un impacto inmediato, como el cambio climático.
Además, la cultura moderna tiende a estigmatizar a quienes hablan de riesgos o amenazas, tachándolos de «pesimistas» o «alarmistas». Esta presión social refuerza la tendencia a ignorar lo negativo. ¡Es tan chévere el helado entre risas en un centro comercial!
Aceptar que siempre habrá problemas mayores no implica resignación, sino estar centrados y ser adaptativos.
Podemos practicar la humildad intelectual. Reconocer los límites del conocimiento es el primer paso. Como dijo Sócrates: «Solo sé que no sé nada». Esto implica:
– Desconfiar de las narrativas simplistas: Cuestionar las explicaciones retrospectivas y reconocer el papel de la aleatoriedad.
– Fomentar equipos interdisciplinarios para detectar puntos ciegos.
– Usar escenarios de ”pre-mortem”, donde se simula el fracaso de un proyecto para identificar vulnerabilidades.
Practicar la resiliencia adaptativa. En lugar de obsesionarse con predecir, construir estructuras flexibles. Singapur, por ejemplo, no solo almacena agua potable, sino que desarrolla tecnologías de reciclaje y desalinización para adaptarse a sequías imprevistas.
Practicar el pensamiento sistémico. Los problemas complejos surgen de redes de causas interdependientes. Analizar cómo interactúan factores económicos, ecológicos y sociales ayuda a anticipar «efectos dominó». La pandemia de COVID-19 enseñó que un virus no es solo un tema médico, sino también logístico, político y comunicacional.
El Futuro siempre ha sido Territorio de Sombras. El cambio climático nos muestra esta paradoja: aunque conocemos sus causas, y sus efectos concretos ya los notamos—olas de calor extremo, migraciones masivas, colapsos agrícolas— no se hace nada ni como especie, ni como naciones, ni como conjunto de naciones. Sólo actuamos frente a inminentes eventos o crisis.
Aquí yace el desafío definitivo: equilibrar la acción inmediata con la preparación para lo inconmensurable. Los estoicos antiguos recomendaban practicar la “premeditatio malorum” (meditación sobre los futuros males posibles), no para angustiarse, sino para cultivar serenidad ante lo inevitable.
Prepararse para lo negativo no solo requiere tiempo y recursos, sino también un esfuerzo emocional significativo. Imaginar escenarios catastróficos puede generar ansiedad, estrés y una sensación de vulnerabilidad. Para muchas personas, es más fácil posponer o ignorar estos pensamientos que enfrentarlos.
Por ejemplo, durante la pandemia de COVID-19, muchas personas se resistieron a usar mascarillas o a vacunarse no por falta de información, sino porque aceptar la gravedad de la situación implicaba confrontar su propia mortalidad y la fragilidad de sus seres queridos.
La frase «siempre hay un problema más grande» no es un mensaje negativo o de derrota, sino una invitación a la vigilia perpetua. En lugar de temer lo desconocido, podemos verlo como un recordatorio de nuestra capacidad para sobrevivir y tal vez de evolucionar. Al final, la grandeza humana no yace en evitar tormentas, sino en construir barcos que resistan las que aún no imaginamos. La clave está en equilibrar la conciencia de los riesgos con la capacidad de actuar. Aprender a convivir con la incertidumbre y construir sistemas que no solo sobrevivan, sino que prosperen en un mundo siempre cambiante e impredecible.