8 diciembre, 2025

Una mamá en el campo de pelota viendo cuando el juego deja de ser juego

Una mamá en el campo de pelota viendo cuando el juego deja de ser juego

La primera vez que llevé a mi hijo a un campo de beisbol a practicar tenía cinco años. Aún le quedaba grande el uniforme y el guante era uno sintético de juguete que heredó de su papá cuando era pequeño. No era profesional, pero hacía la chamba. Yo lo miraba con esa mezcla de orgullo y miedo que a uno se le mete en el pecho cuando sabe que el niño está entrando a un mundo que parece inocente… pero no lo es tanto.

El beisbol menor en Venezuela huele a tierra mojada, al sol inclemente de las cuatro de la tarde y a gritos que se escuchan desde el estacionamiento. Gritos de todo tipo: de emoción, de rabia, de frustración, de gente que nunca jugó profesional, pero habla como si fuera scout de las Grandes Ligas.

Yo no sabía que en ese universo un niño puede pasar de ser “mi campeón” a “¿qué te pasa, ¿vale? Agarra esa vaina” en menos de cinco minutos.

En cada práctica, pero sobre todo en los juegos, veo lo mismo: padres desesperados, ansiosos, con un nivel de expectativa que no coincide con la edad de los peloteros. Lo escucho todo. Lo huelo. Lo siento.

“Si la cagas, te esperan unos buenos coñazos en la casa”.

“Deja de llorar y hazlo bien, si no quieres que te joda”.

“A ver si hoy sí sirves para algo”.

Lo triste no son solo estas frases, que de por sí ya son una buena nalgada en la retaguardia. Lo triste es la naturalidad con la que se lanzan. Como si fuera parte del manual del buen padre beisbolero, lo que afecta a niños de cinco años en adelante que ya juegan aterrados. No de la pelota. De sus propios padres.

Una tarde, en pleno juego, un papá se levantó de las gradas porque su hijo, un niño de seis años con cara de domingo, falló un rolling. El papá caminó hasta donde estaba el entrenador y desde la cerca empezó su sermón: “¡Pónmelo en otra posición! ¡Él no sirve para el short! ¡Así no va a llegar a ningún lado!”. Luego, estalló su ira hacía su hijo: “Agarra esa mierda… ¿Qué te pasa? Si no te pones las pilas te saco del juego”.

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La psicología habla

En este país, estas conductas se han vuelto la norma, sin mencionar la venta de alcohol en los campos que deriva en representantes alcoholizados que, en ocasiones, deriva en discusiones entre ellos o con los rivales del otro equipo. Pero, esto ya será para otro día.

En mi investigación sobre este tema conseguí un estudio en psicología del deporte publicado en agosto de 2021 en el National Center for Biotechnology Information que muestra de forma consistente que las expectativas y la presión parental influyen en la experiencia emocional del niño y pueden aumentar la ansiedad, reducir la motivación y acelerar la deserción deportiva cuando este tipo de presión se convierte en algo excesivo.

Asimismo, este estudio señala que el apoyo afectivo, sin la presión por resultado, es el factor que más facilita la permanencia y el disfrute del niño en el deporte.

En otros medios, especialistas en esta área han advertido del problema. Por ejemplo, en un reportaje de El País, la psicóloga Lara Ferreiro explica que la presión parental provoca ansiedad, baja autoestima y miedo al fracaso, y plantea que los padres deben fomentar la motivación más que la búsqueda de resultados. Esa voz coincide con lo que veo desde las gradas. El daño no siempre es visible, pero está ahí.

Signos de alarma

De acuerdo con los especialistas, parte de los indicadores que evidencian los niños en el campo de juego, comúnmente vistos como “caprichos” o “necesades” son: 

— Ansiedad física antes de competir (náuseas, vómitos, dolores abdominales).

— Miedo persistente al error y evitación de la práctica.

— Autoexigencia que deriva en estrés crónico y posible abandono precoz del deporte.

Guía para padres conscientes

Para minimizar estos casos, solo basta en hacer uso de ciertas prácticas sencillas y útiles para que estos ambientes bajen el nivel de intensidad deportiva:

1. Pregunta primero por la diversión: “¿Te gustó el juego/práctica de hoy?”. La motivación protege más que los premios.

2. Elogia el esfuerzo y la actitud, no solo los resultados. Un “vi que corriste súper rápido hasta la base” vale más que “hubieras bateado mejor”.

3. Mantén la calma en las gradas. Tu tono regula la experiencia emocional del niño.

4. Respeta la autoridad del entrenador en la cancha. Si hay quejas, hazlas en privado y con respeto.

5. Enseña a tu hijo a tolerar la frustración con acompañamiento. Abrazos, preguntas abiertas y límites afectuosos son adecuados.

¿Qué evitar?

1. Gritos, humillaciones o amenazas físicas como “ya vas a ver cuando lleguemos a la casa” solo generan miedo, no aprendizaje.

2. Convierte cada práctica en una prueba de valor personal.

3. No fuerces especializarlo en una sola disciplina demasiado temprano. Aumenta el riesgo de burnout, es decir, desgaste deportivo crónico, tanto físico, mental y emocional.

La cara buena de la moneda

Entre tanto ruido, también he visto lo contrario. Padres que llegan con paraguas, agua fría y paciencia, que se sientan en silencio, respiran profundo y saben que el beisbol, para un niño, no es una audición para las Grandes Ligas, sino un recreo ampliado.

Hay papás y mamás que celebran el hit del hijo propio y también el del vecino. Que ayudan a los niños a colocarse la mascota sin hacer un drama, que aplauden cuando alguien falla porque entienden que fallar es parte del juego. He visto padres que, si su hijo no jugó tan bien ese día, lo abrazan y le dicen: “¿La pasaste bien?”, si te responden que sí, listo, sólo eso importa.

Incluso he visto a uno que lleva un banquito pequeño solo para sentarse al nivel de los niños para amarrarles las trenzas de los zapatos con calma o aquellas que los entretienen con juegos cuando les toca ser mamá dugout. No lo hacen por “ser buena gente”, sino porque entienden que son niños. Que necesitan guía, diversión y no gritos.

Y esos padres existen. Aunque hagan menos bulla. Aunque no se les vea peleando con el árbitro, ni discutiendo posiciones, ni amenazando al entrenador. De hecho, son tan discretos que a veces uno olvida mencionar que ellos también sostienen este deporte, que lo vuelven más humano.

Gracias a ellos, a su manera suave de estar, a su forma decente de acompañar… todavía se puede creer que hay esperanza en estas canchas, porque el problema no es el beisbol. El problema somos los adultos, porque somos los que convertimos un juego en un examen, los que gritamos más fuerte de lo que aplaudimos, los que exigimos rendimiento en vez de acompañar el proceso. Somos los que olvidamos que la infancia no acepta devoluciones.

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