10 diciembre, 2025
¿Le creerán a Elon Musk?

Hoy por hoy, cuando escuchamos “algoritmo”, no tenemos idea de qué es. Nos parece “algo” que calcula nos manda información según los gustos de la mayoría o pensamos en inteligencia artificial y en la temida tira continua que nos hipnotiza en TikTok. Pero reducir los algoritmos a un invento del siglo XXI es como creer que la rueda nació con los carros eléctricos. Los algoritmos son mucho más antiguos, universales y humanos de lo que imaginamos.

Nos han convencido de que los algoritmos son entes digitales que viven en “datacenters”. Pero si hoy al despertar apagaste la alarma que te despertó, preparaste café y el desayuno, te bañaste, te vestiste y cruzaste la calle evitando que un motorizado te atropelle, ya ejecutaste media docena de ellos. Estos patrones lógicos —tan antiguos como la humanidad— están tejidos en los actos más cotidianos. ¿Por qué son algoritmos?  Porque son secuencias diseñadas para lograr un resultado eficiente optimizando tiempo y recursos. Si cambias el orden (por ejemplo, vestirse antes de bañarte), el sistema colapsa y sales a la calle empapado.

La palabra algoritmo comenzó a usarse en Europa en el siglo XII para referirse a los métodos de cálculo con números arábigos.

En esencia, un algoritmo es un conjunto de pasos lógicos y ordenados para resolver un problema o realizar una tarea. No requiere chips ni pantallas, es puro pensamiento estructurado. Como dijo el pionero informático Donald Knuth: «Los algoritmos son a la programación lo que las recetas a la cocina».  Así las indicaciones precisas para hacer pan («mezclar harina y agua, amasar 100 veces, hornear a fuego lento») constituyen un algoritmo. 

También los sistemas incas de cuerdas con nudos que codificaban información censal y tributaria mediante secuencias eran un algoritmo físico para administrar un imperio. 

Los mapas con instrucciones para navegar entre puertos («remar 3 días al este, girar al sur al ver dos rocas gemelas») eran algoritmos geográficos. 

El querido compositor Juan Carlos Núñez diría correctamente que una partitura musical es un algoritmo.

Veamos un ejemplo más cotidiano, llamémoslo el algoritmo «Receta de la abuela para el resfriado»: 

1. Té de limón con miel (1 taza cada 3 horas). 

2. Gárgaras con agua salada (mañana y noche). 

3. ¿Fiebre alta? Poner paños fríos en la frente y llamar al médico. 

La revolución digital no inventó los algoritmos, pero sí multiplicó su escala y velocidad. Lo que antes resolvía un problema local (calcular una cosecha), hoy gestiona el tráfico global de internet.

La diferencia actual está en tres factores principales: 

Automatización, las máquinas ejecutan billones de operaciones por segundo. 

Complejidad, un algoritmo de “machine learning” puede ajustar sus propios pasos. 

Impacto masivo, deciden desde créditos bancarios hasta qué noticias vemos. 

Pero estemos atentos, si bien los algoritmos son lógica pura, quienes los diseñan imprimen en ellos valores culturales. Un algoritmo de contratación laboral puede ser racista si sus datos históricos son discriminatorios. Como advierte la matemática Cathy O’Neil, “Los algoritmos son opiniones encapsuladas en código». 

Los algoritmos no son monstruos digitales, sino la cristalización de nuestra inteligencia práctica. Cuando un niño aprende a atarse los zapatos («hacer dos orejas, cruzar, pasar un lazo…»), está interiorizando un algoritmo. Cuando un agricultor andino lee las nubes para predecir lluvias, aplica uno ancestral. 

Los algoritmos son protocolos de supervivencia. Antes de que existieran aplicaciones, la mente humana ya corría programas como «búsqueda de alimentos», «detección de amenazas», “búsqueda de placer”.  Hasta un comportamiento obsesivo es un algoritmo. (probar tres veces que la puerta de la casa está cerrada antes de dormir) o por ejemplo una fobia.

La tecnología los llevó a otro nivel, no los inventó, Un libro de recetas es un «almacén de algoritmos». El GPS solo digitaliza el algoritmo que usaban los inuit con estrellas y viento. 

¿Nos hacen colectivamente inteligentes? A veces, por ejemplo, cuando todos seguimos el mismo algoritmo social (ej. hacer cola o seguir leyes de tránsito), la sociedad funciona con menos caos. 

Reconocerlos como herencia cultural —no solo tecnológica— nos permite:

– Exigir transparencia en los que rigen nuestra vida digital. 

– Valorar el conocimiento tradicional como sistemas algorítmicos válidos. 

– Enseñar a las nuevas generaciones que tras cada «código» hay decisiones humanas. 

Mientras delegamos cada vez más en algoritmos automatizados perdemos conciencia de que metafóricamente somos máquinas biológicas capaces de crear algoritmos bellamente imperfectos. Un anciano que sabe podar un árbol frutal (“cortar las ramas que crecen hacia adentro, en luna menguante…») posee un conocimiento algorítmico tan válido como el de un ingeniero de Google. 

La próxima vez que un video de TikTok te atrape, recuerda: ese algoritmo sólo es la versión híper acelerada de la misma sabiduría que guió a los navegantes polinesios con las estrellas. En un mundo obsesionado con lo nuevo, los algoritmos nos recuerdan que la solución ordenada de problemas es tan antigua como la humanidad. 

Algoritmos Humanos vs. Digitales: ¿Cuál es la diferencia? 

Algoritmo cotidiano lo ejecuta tu cuerpo/mente. Acepta imprecisiones («un puñado de sal»). Se adapta al contexto («si llueve, lleva paraguas”) y es transmitido oralmente o por escrito.  

Mientras que el algoritmo digital lo ejecuta un chip, exige datos exactos (ej. 5.3 gramos), requiere reprogramación para adaptarse y es transmitido por código.        

Recomendaciones:

Observa tus propios algoritmos: ¿Cómo eliges la fruta en el mercado? ¿Qué pasos sigues al reconciliarte? Eres un creador de código inconsciente. 

Exijamos transparencia en los ajenos: Si un algoritmo bancario niega tu tarjeta de crédito, tienes derecho a saber su «receta». Como ciudadanos, debemos auditar estas recetas colectivas. 

En un mundo obsesionado con la IA, recordemos las palabras del antropólogo David Graeber: «Toda cultura es un catálogo de algoritmos para dar sentido al caos de la existencia». Tu rutina diaria es melodía algorítmica. No dejes que los robots se lleven todo el mérito. 

“Sin algoritmos, no habría ciencia; solo intuición» — Leslie Lamport (Premio Turing 2013).

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