20 abril, 2024
Un fantasma con miedo a vivir


A los inocentes de la lectura los salva el dios de lo textual. Desorientarse en el camino del discurso, extraviarse en sus alegorías, entretenerse con sus espirales semánticas, franquea la interpretación suplementaria o accesoria, usualmente inesperada. Porque la manifestación de la clave que desata el nudo de la trama no lo es todo en el ámbito de la literatura y ni tan siquiera en el de la novela de misterio.

Si bien la fantasmagoría expone por defecto un enigma, no se pliega necesariamente al desarrollo de un escrutinio resolutivo. Comportan los personajes del más allá decidida fascinación en quienes los miran desde la barrera: más fascinantes cuanto más verosímiles. A ello se debe la destreza con la que los autores los recrean y el fastidio con el que luego los desmontan, cuando la lógica lo exige, durante el clímax narrativo. Y hay también el escritor que los usa como señuelos para otros propósitos.

En ‘El último día de la vida anterior’, del escritor madrileño Andrés Barba, el fantasma de marras tiene el aspecto de un niño de siete años. Desde la primera línea, el relato parece ordenarse tras el secreto que lo justifica, dado que se trata de un espectro desorientado, incapaz de fomentar su propio misterio.

El niño aparece un día en la casa que una joven agente inmobiliaria está por mostrar a su potencial comprador. Esta le pide que se retire sin llegar a notar lo absurdo de la situación. Y es que la vida de esta mujer, de tan anodina, resulta aún más irreal. Su madre la ha abandonado muchos años antes, su padre sobrevive víctima de un rancio desconsuelo y su pareja transige una cohabitación más útil que empeñosa. Ejerce su oficio con profesionalismo pero sin ambición. Esas viviendas vacías, dentro de las cuales pasa largas horas evocando imágenes y sensaciones, suponen el más palpable incentivo de su existencia:

“Puede que se equivoque, no importa demasiado. Lo importante es que, incapaz como es para tocar a las personas en su vida real, las toca en esos estadios intermedios; en los restos de un olor, en las paredes donde se dejó los ojos un opositor, en el baño en que lloró la adolescente, en la sombra en que se apoyó una cabeza al dormir durante años”.

Poco a poco sus rutinas van haciendo espacio a la imagen recurrente del niño, que eventualmente le obsesiona. Comienza a intuir la necesidad de prolongar su fantasmagórico encuentro. A medio camino entre la realidad y la fantasía, llega a desdoblarse y reconocer su figura conduciéndose en bucle. La reincidencia del fenómeno nos desvela a un personaje atraído por lo espectral, deslumbrado por arcanos que intuye trascendentes. Fascinación y miedo a un tiempo, como manifestaciones de un ser que, lúcido y terrenal, torna siempre a su mundo real, por deleznable que resulte.

¿A qué le tiene miedo esta mujer? A veces el miedo a la vida es más aterrador, parece sugerir el autor entre líneas, sin abandonar un segundo la travesía mental de la corredora inmobiliaria, manteniendo siempre la tensión a través de imágenes sugerentes, al estilo de las obras maestras del terror psicológico como ‘Otra vuelta de tuerca’ (Henry James).

En cuanto a la línea que discurre sobre el niño fantasma esta se cruza con la de la mujer hacia la mitad de la novela, tras un largo intercambio. Entregados a inocentes ritos lúdicos, niño y mujer, ánima y sujeto, mutan sus naturalezas:

“Lo entiende también en ese instante: el niño no es ningún fantasma, es un niño sin más, una criatura atrapada y viva, como una avispa en una garrafa de cristal. Igual que ella, tiene la precariedad de la carne que vive. Descubrirlo ahora con esa seguridad irrenunciable le eriza la piel, como si se tratara de un descubrimiento monstruoso, como si lo temible en el niño, más que la muerte, fuera la vida”.

Un capítulo aparte, el más pavoroso quizá, cumplirá con la enunciación de las circunstancias que motivan el fantasma, condenado a la eternidad por la culpa, pecado venial y sobre todo falaz. Entregado a la galería de lectores, expectantes lectores, la descripción de este episodio final cierra con un agregado de lo más terrenal: la sensibilidad de los niños –su ansiedad, su disgustos, incluso su odio– supera en intensidad a la de los adultos.



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