Memento mori


Hace días, me tropecé con las publicaciones de una usuaria de Twitter llamada Karlovy, quien contaba que una prima de su madre había fallecido y tuvieron que ir a su casa a buscar la ropa con la cual la iban a enterrar. Entonces, se toparon con un clóset repleto de prendas, aún con sus etiquetas, esperando “una ocasión especial para ponérselas”.
Con el cuerpo frío, seleccionaron un par y con eso la vistieron. De una u otra manera, sí terminó siendo la ropa para un día especial, pero no el que ella hubiese esperado. Finalmente, la vida no es tan larga como a veces creemos que puede llegar a ser.
Entre los comentarios, se encontraban muchas historias similares:
“Yo boté 17 botellas de champagne de mi mamá, ella también esperaba una ocasión especial”.
“A mi abuela le pasó lo mismo, le pusimos lo que iba a estrenar el 31 de diciembre”.
“Pasé por lo mismo con mi tía. En su casa habia cosas súper lindas sin estrenar, pero ella todos los días usaba lo mismo”.
“Mi padre se compró varias prendas, pero todas para su cumpleaños, a las 3 semanas le diagnosticaron cáncer, inmediatamente cirugía y quimio, quedó en los huesos, llegó la pandemia y por miedo al contagio interrumpió el tratamiento. Murió sin estrenar su ropa”-
A la par, muchos otros reconocían que hacían lo mismo:
“Tengo unas zapatillas que hace dos veranos no uso porque ‘son especiales’”.
“Tengo una pijama que compre hace 10 años en Europa, embolsada y con las etiquetas, la guardo porque ‘me gusta demasiado’”.
Aún así, habia dos bandos: los que se fueron de una vez a descorchar la botella que hace meses guardan y los que defienden esta práctica porque de eso se trata “planificar”: “Es como ahorrar para ir a París, no te vas si no has ahorrado lo suficiente, aunque mueras antes”.
Yo, la verdad, siempre he sido del primer bando, sobre todo porque me crie odiando que en mi hogar se acostumbrase a guardar todo para esas fulanas ocasiones, especialmente las benditas vajillas con decenas de indescifrables cubiertos así como los zapatos y bolsos que terminaron pelados por falta de uso.
Era como si tuviéramos la vida pagada. Pero, al mismo tiempo, tocaba usar pantaletas sin huequitos o dormir con ropa buena porque una no sabía en qué momento podía terminar en el hospital.
El punto es que desde chamita salía de las zapaterías con los zapatos puestos ante la cara de “que vergüenza” de mi madre y, ahora, en mi faceta adulta, fácilmente podría ir con lentejuelas a la bodega o lo más habitual: regalar todo aquello que sé que no voy a usar. Perdónenme los que creen firmemente que “lo que te regalan no se regala” pero, lo importante, es poner en movimiento la vida.
Todo esto me llevó a recordar un cuento titulado ‘Las sandalias negras’, de la escritora puertorriqueña Marisel Hilerio, aunque erróneamente se le atribuye al colombiano Gabriel García Márquez:
“La última vez que le regalé unos zapatos a mi madre, fueron unas sandalias negras. Se las estrenó ese mismo día. Cuando se las vi ¡hasta me sorprendí! Se las había comprado para un día especial y le pregunté: ¿Por qué las has usado tan rápido? Y me contestó ¿Ajá, y si me muero mañana? Dos meses después mi madre falleció. Hoy volví a recordar las sandalias y me pregunté: ¿Qué estamos esperando para estrenar? ¿Qué es realmente un día especial? Cuando cada día se vive una sola vez (…) ¿Cuánta gente se fue sin decir lo que quiso, sin ponerse lo que quería, sin regresar a algún lugar o sin pedir perdón?”
Conclusión: vivir es una ocasión especial, el peor error del ser humano es creer que siempre hay más tiempo y como decían algunas abuelas: “es mejor que te hereden pero no te estrenen”.
Por: Jessica Dos Santos
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