¿Podrías querer a la amante de tu padre?

El escritor argelino radicado en Francia, Albert Camus y la actriz española nacionalizada como francesa, María Caseres, se conocieron en marzo de 1944 en casa del etnógrafo Michel Leiris.
Sin embargo, se reencontraron el 6 de junio, día del desembarco de Normandía. Desde entonces, se convirtieron en amantes.
Ella tenía 21 años. Él habia cumplido 30 y estaba casado con Francine Faure, una matemática y pianista que llevaba un par de años atrapada en Orán (Argelia) por culpa de la ocupación alemana.
No obstante, a finales de 1944, Francine regresa. Entonces, María decide alejarse y Camus le escribe una desgarradora carta en la que se despide de ella pidiéndole que “no olvide ser grande”.
María no lo olvidó: estudió arte dramático para, después, labrar una maravillosa carrera como actriz de teatro. Fue admirada por Sartre, Koltès y Copi. La apodaron la “gran dama del teatro del siglo XX”. Era vibrante, libre y atrevida. Fue condecorada con la Legión de honor francesa y los premios de teatro de Galicia hoy llevan su nombre.
Mientras María se centró en ella, Francine y Camus se convirtieron en padres de los mellizos, Jean y Catherine.
Pero pocos años después, María y Camus vuelven a coincidir, nunca dejaron de pensarse, así que toman «una decisión irrevocable”: quererse toda la vida aunque fuese como… amantes.
Durante más de una década, se vieron en distintos países pero también pasaron largos periodos separados, razón por la cual se intercambiaron 865 cartas, donde todos los sentimientos habidos y por haber dicen «presente».
Recuerdo que las primeras misivas que leí me conmovieron hasta las lágrimas. Me pareció un amor profundo, libre, comprensivo, que sabía hacer lo que yo nunca he aprendido: esperar.
“Te quiero, te admiro, te deseo y te esperaré toda una vida con el mismo amor tranquilo y apasionado. No dudes de nada, tu certeza puede ser total y segura. Vive, trabaja, vuélvete aún más grande, sé hermosa para mí de vez en cuando, en la soledad de tu habitación, y esperemos a esta primavera, en que volveré a tenerte, besándote por fin como querría hacerlo en este momento”.
“No te repliegues salvo si no te queda más remedio. Vive, sé deslumbradora y curiosa, busca lo hermoso, lee lo que te guste y, cuando llegue la pausa, vuélvete hacia mí, que estaré siempre vuelto hacia ti”.
Pero nunca, nada, es tan idílico. Los seres humanos también somos las sombras que nos integran:
“¿Sabes lo que representa, para un ser que ama y que se muere de necesidad absoluta, volver a casa todas las noches para imaginarse las escenas de intimidad, incluso de cariño, que están sucediendo en otro lugar? ¿Sabes lo que significa para mí imaginarte diciendo: ‘Francine, ¿puedes encender la lámpara, por favor?’ Es para volverme loca”, escribe una María celosa, herida, que añora la cotidianidad que nunca tendrá, porque sí, aunque suene raro, todas o casi todas las mujeres que alguna vez fuimos amantes sufrimos imaginando al otro y su esposa en la cotidianidad, no en la intimidad.
También aparece la culpa de Camus por engañar a su esposa, una mujer enferma y que, obviamente, ya sabía de la existencia de María:
“Un corazón con la calidad del suyo se defiende mal del sufrimiento. Querría que me pidiera cualquier cosa difícil y agotadora: trabajar en una mina, subir el Himalaya, cuidar a leprosos, pero no me pide nada, solo que la quiera, y ni siquiera me lo pide porque lo tiene todo claro. Sabe que te amo. Me siento desdichado por hacerle daño de esta forma”
Pero también la culpa por no dejar que María, quien aceptó y luego rechazó dos propuestas de matrimonio, viviera su vida amorosa de otra forma:
“Te estoy impidiendo encontrar un amor libre y fecundo sin estas servidumbres que yo tendré siempre (…) Aún así, mi deseo más verdadero y más instintivo es que, después de mí, no te volviese a tocar ningún hombre. Pero ¿quién soy yo para pedir eso?”.
María salta de la rabia a la compasión, de la añoranza a la resignación: “Me da mucha pena cuando pienso en Francine y en ti. Cuídala y entrégate a ella por entero. Yo te esperaré (…) De momento, olvídame. Vive, lucha, acomódate a esa vida que se te otorga, haz felices a los que te rodean, no temas nada”.
Y sí, en realidad, lo esperó siempre: “Pensé en los hijos que podía haber tenido… A veces pienso en ellos, en nuestros hijos con dolorosa melancolía… pero los deseo mucho menos como hijos míos que como hijos tuyos, como hijos nuestros”.
Sin embargo, Camus nunca se separó de Francine. De hecho, en 1957, viaja con ella a recibir el Premio Nobel de la Literatura. Pero apenas llega a Estocolmo, le envía un telegrama a María:
“Te beso como para derretir toda la nieve de Suecia. Nunca te he echado tanto de menos”.
¿Cómo se puede estar físicamente al lado de una persona y mentalmente con otra?
En 1959, mientras María pasa la Navidad sola, triste, escuchando a Edith Piaf, ansiando ver “sus faldas y las chaquetas de Camus en el mismo perchero”, él se va de viaje con Francine y los niños, pero promete buscarla a su regreso:
“Estoy tan contento con la idea de volver a verte que al escribirlo me pongo a reír”
Y… esa fue su última carta. El 4 de enero de 1960, el carro en el que Camus regresaba a París, para ver a su María, se estrelló contra un árbol y él murió en el acto.
Muchos años después, la hija de Camus, Catherine quiso conocer a María Casares. Quedaron en un hotel de Niza, donde tomaron chocolate y hablaron de una forma diafana:
“Mi madre estaba enferma y abandonarla habría sido contrario al honor. Luego estábamos mi hermano y yo. Antes de morir, mi madre nos dijo: ‘No me arrepiento de nada con tu padre. Él nunca fue un mediocre’. Pero todos sabemos que el verdadero amor de mi padre siempre fue María”, explicó Catherine.
Tiempo después, María llamó a Catherine para pedirle permiso para vender las cartas de amor de su padre pues estaba urgida de dinero.
Catherine decidió comprárselas y guardarlas en una bolsa durante 30 años:
“En 2016 pensé que nadie se acordaría de María Caseres y de la maravillosa mujer que era. Las cartas de ellos dos hacen que la tierra sea más vasta, el espacio más luminoso, el aire más ligero simplemente porque han existido”.
Catherine amaba a su madre y odiaba que su padre la hiciera sufrir de una forma inimaginable. Pero también sabía que su padre amaba a María y padecía horrores al estar lejos de ella.
Complejo ¿no? Tal parece que la adultez nos trae nuevos entendimientos y las lealtades ya no consisten en lo mismo. ¡Salud!


Por: Jessica Dos Santos / Instagram: Jessidossantos13
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