9 diciembre, 2025
Netflix: Juan Gabriel vs. Alberto Aguilera

Si algo demuestra el reciente estreno de Netflix, Debo, quiero y puedo, es una gran habilidad para pasearse entre los extremos: al “divo de Juárez”, como lo llamó Carlos Monsiváis, lo dibuja como héroe y antihéroe; padre ejemplar sin identidad heteronormada, en una familia inclasificable y una sexualidad incierta. Un empresario ambicioso, sagaz y rencoroso, capaz de quebrar amores y amistades como los de su primera mánager, María de la Paz, y la cantante Rocío Dúrcal; un ególatra sumido en los espejismos de la fama; un hombre cariñoso y sencillo; una pareja aparentemente constante con dos amores, al menos, visibles: Jesús Salas y el venezolano Paco Fernández. Esos elementos, debidamente dosificados, convierten a esta docuserie en una golosina extremadamente seductora, como toda oferta de placer implícita en la ambigüedad.

Escenifica, además, la exégesis del Dios Jano, el arquetipo más claro de la doble personalidad en la mitología clásica, encarnado por Alberto Aguilera (su verdadero nombre) y su contracara, Juan Gabriel, el personaje que se inventó para alcanzar la fama y convertirse en divo. El primero se conforma con la tristeza y la soledad, una constante de la serie que patenta el lado humano del artista, repudiado por su madre y sus hermanos debido a su “rareza”, y despreciado por la sociedad por pobre y amanerado, al punto de que fue a parar a tribunales en cuatro ocasiones a causa de diversos delitos.
El segundo, por el contrario, arropado por un histrionismo encantador, enorme habilidad para los negocios, extremadamente trabajador y productivo en pos de la fama, rendido a los pies de la diosa fortuna.

El cantautor fue amado por el pueblo hispanoparlante, cosechando auténtica idolatría.

Rey de la contradicción

El trabajo, dirigido por María José Cuevas, se apoya en más de cuarenta años de material inédito grabado por el propio artista. Allí se revela la maestría: Juan Gabriel se muestra como un hombre que nunca negó su afectación, consciente de que el público acudía a él tanto por su música como por el morbo de su indefinible identidad sexual.

Amado por todos, su irreverencia también interviene de gancho como la venganza de los desposeídos: el muchachito pobre que trabajando arduamente se hizo millonario y acumuló casas alrededor del mundo. El que se enfrentó al machismo charro y al boicot de la poderosa Televisa, y hasta tuvo el descaro de “violar” las fronteras de la alta cultura y la cultura popular al actuar —con apoyo de Salinas de Gortari— en el exclusivo Palacio de Bellas Artes, donde conquistó el corazón aburguesado de los poderosos.

El documental sorprende al mostrar a Juan Gabriel con bigote, amante de las cámaras y la tecnología, y protagonista de películas donde besaba a mujeres y consentía a rabiar a sus hijos, jugando con su imagen de niño asexuado, reflejando las contradicciones de un hombre que fue tanto cercano como distante.

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