La revolución se aprende haciendo en colectivo

Hay un rumor antiguo que aún vibra en nuestras costillas: no se puede liberar un pueblo si antes no se libera su conciencia. Lo decía Martí, lo gritaba Fanon, lo susurra cada madre que enseña con dignidad a pesar del hambre. Y hoy, en esta hora apretada de historia la educación vuelve a ser trinchera y semilla de los días por venir. Nos enseñaron que aprender era sentarse, callar, memorizar. Nos dijeron que el saber vivía en libros lejanos, en títulos colgados en oficinas, en voces autorizadas. Pero en los barrios, en las comunas, en las cocinas donde se organiza la vida, algo distinto florece: una educación que no se parece a la escuela, pero que educa más hondo.
Hablamos de un tejido nuevo de sentidos, donde aprender deje de ser sinónimo de repetir y empiece a significar transformar. Porque no se trata solo de saber, sino de saber para qué. Para quién. Para construir un nosotros que no se parezca al molde colonial que nos impusieron. Educar es un acto profundamente político. Y si hablamos de revolución, no basta con alfabetizar cifras: hay que alfabetizar emociones, cuerpos, memorias. Porque hay heridas que solo se curan cuando se nombran, cuando se piensan. Por eso urge una pedagogía de la justicia, del trabajo digno, del orgullo afro, de la memoria indígena, del feminismo bolivariano y socialista, del eco que respira.
La revolución no se decreta, se aprende en colectivo. Y eso también es salud mental: saber que no estamos solos, que lo que te duele a ti también me atraviesa, que sanar no es una tarea individual sino una apuesta compartida. ¿Qué otra cosa es la solidaridad sino una forma radical de cuidado? Especialmente cuando entendemos que la dimensión ética de este proceso no es un apéndice, es su columna vertebral. Es el lugar donde se cultiva lo común: el respeto, la honestidad, la ternura política. No hablamos de moralismos, hablamos de valores vivos, encarnados, transversales.
Así que mi invitación es esta, construyamos espacios donde la palabra circule, donde la formación política no sea una cátedra, sino una conversación entre iguales que sueñan distinto pues, militante que se respete sabe que el poder popular no se hereda, se cultiva. Y eso solo se logra con formación viva, cotidiana, amorosa. Con prácticas que nutran la autonomía, la creatividad, la ética de lo común.
La formación de la patria socialista no solo se defiende con consignas, se construye con pedagogía. Y toda pedagogía profunda es también una apuesta por el bienestar emocional de un pueblo. Por su dignidad. Por su derecho a pensarse. Nosotras y nosotros juntas y juntos venceremos, palabra de mujer.