La Civilización del Cable – Últimas Noticias

No nos damos cuenta todo lo que dependemos actualmente de la batería del celular y por ende del cable, de su longitud, de su potencia de carga y capacidad de transmisión.
La película “Doctor Cable” (The Cable Guy, 1996), aborda una temática que la convierten en un punto de partida para una crítica a la dependencia digital, a la obsesión mediática y la alienación tecnológica, diría Adorno mientras va enrollando el cable de su micrófono y el de su grabadora.
Vivimos en una paradoja, mientras deseamos y celebramos la hiperconectividad como símbolo de libertad, nuestra existencia está literal y metafóricamente atada a cables. La «civilización del cable» no solo alude a los dispositivos que nos encadenan a tomacorrientes, ahí está también la fibra óptica, y todos los cables con HDMI, a VGA, USB, transformadores incluidos, sin darnos cuenta que nuestra autonomía se reduce la a la duración de una batería.
Se me ocurre hacer una superficial, pero espero amena comparación de las críticas de algunos representantes de la Escuela de Frankfurt (como escuela de pensamiento crítico) sobre la racionalidad instrumental, la industria cultural y la colonización tecnológica de la vida, con la que estamos conviviendo actualmente, a ver si nos asombramos del momento en que vivimos.
Para “el binomio de oro”, Adorno y Horkheimer, la industria cultural capitalista fabricaba deseos ilusorios para mantener la pasividad de las masas (Dialéctica de la Ilustración, 1944). Hoy, las plataformas digitales perfeccionan este mecanismo, algoritmos predicen comportamientos, mientras notificaciones y «likes» generan adicción psicológica.
El cable no solo carga dispositivos como planteamos hace poco, también transfiere información y alimenta un circuito de consumo perpetuo. Como señala Horkheimer, la tecnología, en lugar de liberar, se convierte en un «instrumento de opresión racionalizada». La autonomía prometida por lo digital parece que es una ficción: dependemos de infraestructuras materiales (cables, servidores) controladas por corporaciones que monetizan cada conexión.
Walter Benjamin, otro duro de la escuela de Frankfurt en “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” (1936), reflexionó sobre cómo la tecnología despojaba al arte de su «aura», esa cualidad única ligada a su presencia física y contexto histórico. En la civilización del cable, esta pérdida se extiende a todas las esferas de la experiencia humana. La hiperconectividad digital reproduce infinitamente imágenes, sonidos y relaciones, vaciándolos de profundidad y singularidad. Las video llamadas sustituyen los encuentros presenciales, los memes banalizan el discurso político, y los «selfies» convierten la identidad en un producto estandarizado. Bajo esta lógica, incluso las emociones se vuelven intercambiables: el amor, el duelo o la solidaridad se reducen a emojis y mensajes efímeros.
El cable, en este sentido, no solo transmite datos, sino que acelera la homogenización de la vida bajo el imperio de lo digital. La autonomía, entendida como capacidad de experimentar el mundo sin mediaciones algorítmicas, se desvanece en un universo de copias sin original.
El siempre actual Erich Fromm, en “El miedo a la libertad” (1941), exploró cómo los seres humanos, ante la angustia de la libertad auténtica, prefieren someterse a sistemas autoritarios o consumistas. La civilización del cable actualiza esta paradoja: la posibilidad de desconectarnos nos genera ansiedad existencial, por lo que optamos por delegar nuestra decisionalidad a las tecnologías. Las aplicaciones deciden qué comer, los algoritmos sugieren qué leer, y los “wearables” monitorean hasta nuestro sueño. Fromm argumentaría que esta dependencia no es accidental, sino un síntoma de la «evasión de la libertad» en sociedades que idolatran la comodidad sobre la autodeterminación. El cable, así, funciona como un cordón umbilical tecnológico, nos mantiene en una zona de confort que, en realidad, es una jaula de opciones preconfiguradas. La batería agotada, en lugar de ser una oportunidad para la introspección, se vive como una emergencia, evidenciando nuestra incapacidad para habitar el silencio o el aburrimiento sin pánico.
En “El hombre unidimensional” (1964), Marcuse, otro teórico de la escuela de Frankfurt que marcó época, denunció cómo el capitalismo reduce al ser humano a un ente funcional, incapaz de imaginar alternativas al sistema. Hoy, nuestra «unidimensionalidad» se mide en porcentajes de batería: la ansiedad por quedarnos sin carga revela una subordinación existencial a la tecnología. Marcuse argumentaría que esta dependencia no es neutral: los dispositivos, lejos de ser herramientas, reconfiguran nuestra percepción del tiempo y el espacio, normalizando la disponibilidad constante. El cable, en este sentido, es un símbolo de la «racionalidad tecnológica» que nos impone lógicas de productividad y vigilancia, incluso en momentos de ocio.
Herbert Marcuse ya alertaba sobre la explotación de la naturaleza como extensión de la lógica capitalista. La civilización del cable tiene también un costo ecológico oculto: la minería de litio para baterías, los residuos electrónicos tóxicos y el consumo energético de servidores que equivalen al 2% de las emisiones globales de CO₂. Mientras nos preocupamos por el porcentaje de nuestra batería, ignoramos que cada carga contribuye a la crisis climática. Marcuse denunciaría la «racionalidad tecnológica» que enmascara esta destrucción bajo el mito del progreso infinito. Incluso el reciclaje se convierte en un teatro de responsabilidad individual, mientras las corporaciones evaden su papel estructural. La autonomía, en este marco, no puede desligarse de una ética ecológica: estar «enchufados» implica participar en una red de explotación que va más allá de lo digital.
Por otra parte, “el aburrido” Jürgen Habermas distinguió entre el «sistema» (mercado, Estado) y el «mundo de la vida» (cultura, comunicación). En “Teoría de la acción comunicativa” (1981), advirtió que el sistema coloniza el mundo de la vida, mercantilizando relaciones humanas. Las redes sociales ejemplifican esto: la comunicación auténtica es reemplazada por interacciones mediadas por algoritmos, donde el valor se mide en compromiso y datos. El cable aquí actúa como puente para esta colonización: cada conexión convierte experiencias íntimas en mercancías. Habermas alertaría sobre la erosión de la esfera pública, ahora fragmentada en burbujas digitales que refuerzan polarizaciones.
Y Byung-Chul Han, heredero crítico de la Escuela de Frankfurt, describe en “La sociedad del cansancio” (2010) un sujeto que se auto explota en nombre de la eficiencia. La «civilización del cable» refleja esta lógica, estar siempre «enchufados» se glorifica como virtud, mientras el agotamiento se normaliza. Han agrega que el panóptico digital —con su vigilancia constante— nos convierte en cómplices de nuestra propia dominación. El cable no solo transmite energía, sino información: cada clic alimenta un sistema de control más sutil que el disciplinario de Foucault, pues se enmascara bajo la retórica de la libertad y la participación.
Los frankfurtianos insistían en que la tecnología no es neutral: su diseño refleja intereses de poder. El cable, como infraestructura, materializa la brecha entre quienes controlan los flujos de datos (Silicon Valley, gobiernos) y los usuarios reducidos a nodos pasivos.
La metáfora del cable sintetiza las paradojas de nuestro tiempo: promesas de libertad que encubren nuevas servidumbres. Como escribió Adorno, «la libertad no yace en la elección entre opciones preestablecidas, sino en la capacidad de cuestionar el sistema que las genera». Desenchufarse, en este sentido, no es un acto técnico, sino político: implica recuperar el tiempo, el cuerpo y la reflexión crítica como espacios de resistencia ante la colonización digital.
La civilización del cable nos confronta con una pregunta incómoda: ¿somos autónomos o solo administradores de nuestra propia dependencia? La crítica frankfurtiana, desde sus múltiples voces, nos recuerda que la verdadera autonomía exige desnaturalizar las estructuras que presentan lo existente como único destino.
El cable, con su promesa de conexión infinita, es también un recordatorio de nuestra fragilidad y dependencia: sin electricidad, sin algoritmos, sin aprobación social digital, ¿quiénes somos? La respuesta quizá esté en aprender a habitar esa incertidumbre, a encontrar libertad no en la desconexión permanente, sino en la capacidad de elegir cuándo, cómo y por qué conectarnos. Nuestra autonomía no debería depender de una batería, sino de la voluntad de imaginar un mundo más allá del cable.