8 diciembre, 2025
Ese campeón - Últimas Noticias

Hace cuatro décadas dos hombres se careaban no sólo por sus reconocimientos como reyes del ring, sino como representantes de la lucha por el destino del mundo. Hablamos de la cuarta entrega de la franquicia «Rocky», filme en el que observamos -más que una posible historia interesante, ejemplo la laureada primera producción- lo peor de la propaganda yanqui en un momento en el cual el neoconservadurismo reaganiano alcanzaba su máxima expresión.

Era la hora crucial de la Guerra Fría y la Unión Soviética estaba en irreversible declive. De tal manera que la película de un boxeador ya en retiro -a la secuencia no le iba de lo mejor, por cierto- calzaba muy bien con una narrativa que pusiera en el tapete el orgullo nacional gringo. Era Rocky Balboa (Sylvester Stallone), “vengando a un negro, que ya no era el enemigo”, Apollo Creed (Carl Weathers), ante un rubio inexpresivo, de casi dos metros y más de cien kilos, Iván Drago (Dolph Lundgren).

La trama de la película ocurría en dos momentos fundamentales: el primero, donde moría Creed, luego de un rimbombante baile con un fondo musical estridente, «Living in América» de James Brown, en el MGM Grand Hotel de Las Vegas; y el segundo, cuando era vencido el gigante comunista, en la esperada revancha, en tierra moscovita.

La venganza de Rocky mediaba esos dos acontecimientos, que más que volverse una vendetta -por la rabia y el sentimiento de culpa del púgil italoestadounidense- terminaba siendo la celebración del germen de la Comunidad de Estados Independientes. ¡Ha muerto el comunismo! ¡Viva el capitalismo! ¡Viva el american way of life!

Como espectadores -confesamos- tuvimos preferencia por el semental latino. Veíamos con molestia cómo el catire corpulento, con una fuerza descomunal, era producto de una suerte de entrenamiento deshumanizante. Nos robaba la emoción ver al solitario campeón de Filadelfia, barbudo él, con una pasión contagiante derribando árboles, subiendo picos y halando trineos en condiciones supranormales.

Todo se reducía al enfrentamiento entre los buenos estadounidenses contra los malos rusos. De allí el empleo de la fórmula binaria contrastante y caricaturesca: Rocky como el símbolo de la calidez humana y la libertad individual, e Iván Drago, como la encarnación del colectivismo gélido y despersonalizado.

Uno, de impronta angelical, y el otro, icono de lo infernal, con el uso recalcado del color rojo, para más seña.

El mensaje de un apocado hijo del Tío Sam que le ganara a un personaje aparentemente inexpugnable, más allá de la acostumbrada “motivación al logro” al que nos tienen reducidos los afamados bodrios norteños, se le debe agregar el elemento moralizador, en unos años en los cuales se hacía patente la crisis que se aproximaba -y que ahora está en todo su esplendor- en el país de Washington.

A nuestro entender, sin negar el nivel de entretenimiento, y más allá de la crítica a «Rocky V» -con la deficiente actuación de Tommy Morrison acompañado de un pésimo guion que se reconoce a kilómetros de distancia- «Rocky IV» fue la peor película de toda la saga, por eso mismo, por la carencia de autenticidad de su protagonista y, sobre todo, por su burdo recado ideológico.

Hoy, pese a la manipulación inocultable en redes sociales e inteligencias artificiales, el mundo ha cambiado. No estamos en 1985. No somos el mismo público de «Rocky IV» ni el patio trasero de la mal llamada “década perdida”.

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