21 octubre, 2025
¿Le creerán a Elon Musk?

Sin duda, el panorama internacional ofrece muchos motivos de desconcierto y preocupación, pero no hay duda de que el sistema imperialista contemporáneo hasta hace poco dirigido sin discusión por los Estados Unidos experimenta una crisis impresionante que evidencia su fase decadente.

Esta etapa se caracteriza por la pérdida de la hegemonía indiscutida de los Estados Unidos y sus aliados del norte (con Europa, totalmente sometida a los designios de Estados Unidos), el surgimiento de potencias como China y Rusia, y la descomposición interna de las estructuras económicas, políticas, sociales y culturales que sostuvieron su dominación durante décadas. En este contexto, Trump es un síntoma de la decadencia, como lo fue Nerón en su tiempo.

Este fenómeno histórico encuentra paralelos significativos en procesos de decadencia imperial anteriores, particularmente en la caída del Imperio Romano. El estudio comparativo de estas decadencias ofrece perspectivas importantes sobre las dinámicas que actualmente configuran el orden global en transición hacia un modelo posiblemente multipolar, pero también potencialmente más inestable y conflictivo.

La crisis orgánica del imperialismo actual se manifiesta en su incapacidad para mantener la legitimidad de su liderazgo, la eficacia de sus instituciones financieras y de gobernanza, así como la cohesión de su bloque histórico de poder, que hoy luce fragmentado. Esta decadencia abre espacio para la emergencia de proyectos disruptivos como los BRICS, que desafían abiertamente la hegemonía occidental. Al mismo tiempo, el imperialismo responde con una agresividad militar renovada y una transformación hacia lo que algunos teóricos denominan «hiperimperialismo», una fase de exacerbación de las características imperialistas tradicionales, sometiendo a otras potencias otrora imperiales, pero con una base material erosionada. Ejemplo simbólico fue la última reunión de Trump con los representantes de la unión europea, castigados frente a él, como en un salón de clases.

La decadencia imperial puede conceptualizarse como una fase de declive relativo o absoluto en la capacidad de una potencia hegemónica para mantener su posición dominante en el sistema internacional, ejercer influencia sobre otros actores y reproducir las condiciones de su propia preeminencia económica, política e ideológica.

Implica una crisis de soberanía a escala sistémica, donde ya no puede establecer efectivamente las reglas del juego ni resolver las contradicciones que amenazan la estabilidad del orden que lidera. Ya no sirven prácticamente 100 años de industria cultural dominante (Hollywood) que recalcitrantemente y de forma casi hipnótica ha mostrado siempre el ilusorio sueño americano” como ideal civilizatorio. Ya Estados Unidos no es el ombligo del mundo.

Esta es una nueva etapa decadente y peligrosa donde el norte, liderado por Estados Unidos, ha completado la subordinación económica, política y militar de otros países imperialistas, (Inglaterra, Francia, Alemania, Italia, etc.) consolidando un bloque integrado y militarmente centrado cuyo objetivo es mantener el control sobre el sur global. Pero esta mayor integración también implica una mayor fragilidad del proyecto imperialista contemporáneo.

Una característica fundamental del imperialismo decadente contemporáneo es su creciente dependencia de la esfera financiera en detrimento de la producción material. Este proceso representa una forma de capitalismo parasitario donde la acumulación ocurre predominantemente a través de circuitos financieros especulativos y no a través de la producción de bienes y servicios reales. Este fenómeno encuentra paralelos interesantes con la decadencia romana, donde el Imperio experimentó una progresiva crisis y «ruralización» de su economía, junto con una creciente dependencia de tributos y botines de guerra en vez de una producción interna dinámica. La moneda romana, el denario, fue devaluada repetidamente (llegando a tener un contenido de plata casi nulo) para financiar los enormes gastos del estado y el ejército, generando una inflación galopante que destruyó el ahorro y el comercio a larga distancia.  El Imperio Romano tardío enfrentó presiones económicas severas y una carga fiscal asfixiante sobre las poblaciones sujetas, problemas análogos a las actuales dinámicas de endeudamiento masivo y austeridad.

El imperialismo decadente contemporáneo enfrenta un desafío sin precedentes a sus instituciones financieras internacionales (FMI, Banco Mundial, OMC) y a la hegemonía del dólar como moneda de reserva global. Los BRICS y otras realidades emergentes han creado instituciones financieras alternativas mientras avanzan aceleradamente en procesos de comercio en monedas nacionales que evitan el uso del dólar.

Sin duda, este proceso de desdolarización erosiona una de las bases fundamentales del poder imperial estadounidense: su privilegio exorbitante de poder financiar su déficit emitiendo la moneda que sirve como activo de reserva global. La decadencia del Imperio Romano también involucró una crisis de confianza y una fragmentación de los espacios económicos integrados, con economías regionales cada vez más autárquicas y desconectadas del centro. El Edicto de Precios de Diocleciano (301 d.C.) fue un intento desesperado y fallido de controlar la inflación y centralizar la economía, demostrando la incapacidad del estado para gestionar la crisis.

Por otra parte, el imperialismo contemporáneo exhibe claros síntomas de “sobre extensión estratégica”, con compromisos militares globales que exceden su capacidad material para sostenerlos indefinidamente. El historiador Paul Kennedy acuñó el término «sobre extensión imperial» para describir esta dinámica.

Sin duda los Estados Unidos, aún si es la potencia que tiene más bases militares en el exterior, han perdido la supremacía militar que tenían como resultado, en lo fundamental, de su declive económico. A pesar de contar con el mayor presupuesto militar global, Estados Unidos no ha conseguido ganar una sola guerra en décadas recientes, desde Vietnam hasta Afganistán, Irak, Siria y ahora Ucrania. Además, está rezagado, por ejemplo, no ha logrado crear misiles hipersónicos y hoy por hoy, por más propaganda que hagan, no logran convencer de su supremacía tecnológica en la guerra de inteligencias artificiales frente a China, y ni con India que le pisa los talones.

Cada día que pasa parece un gendarme gritón que impone multas y que grita como la reina de Alicia en el país de las maravillas “que le corten la cabeza” a los que no se pliegan a sus deseos.

Este patrón de poder militar que no genera victorias estratégicas refleja una dinámica similar a la experimentada por Roma en sus últimas centurias, donde su enorme aparato militar resultaba cada vez más costoso, pero menos efectivo para garantizar la seguridad imperial. Tras la catastrófica derrota en la batalla de Adrianópolis (378 d.C.) frente a los godos, Roma nunca recuperó su aura de invencibilidad.

Las legiones romanas pasaron de ser instrumentos de expansión y control efectivo a fuerzas principalmente defensivas, dispersas en fronteras porosas y cada vez más dependientes de mercenarios bárbaros, análogo histórico a los modernos contratistas militares privados.

La decadencia del imperialismo liderado por occidente hoy se manifiesta en el ascenso de potencias nuevas que desafían abiertamente el orden establecido. China representa el competidor estratégico más significativo e inexpugnable, con una economía que ha crecido aceleradamente en las últimas décadas, ha sacado a su población de la pobreza, construyendo propuestas y proyectos como la ruta de la seda que buscan reconfigurar las redes globales de comercio e influencia con más equidad. Rusia, por su parte, ha demostrado una capacidad de acción militar y económica independiente que desafía las reglas del orden liberal internacional, como evidenció con la anexión de Crimea y la invasión de Ucrania en 2022.

Este desplazamiento de poder global hacia el este y que se preanuncia también hacia el sur global encuentra su paralelo histórico en las invasiones bárbaras que presionaban las fronteras romanas y eventualmente fragmentaron el Imperio. Sin embargo, a diferencia de aquellos grupos a menudo desorganizados, los retadores contemporáneos son estados-nación consolidados con proyectos políticos coherentes y con capacidades militares y tecnológicas avanzadas. Un dato a nivel tecnológico, China tiene el 75% de trenes súper rápidos y Estados Unidos ninguno.

El surgimiento de los BRICS representa una institucionalización de este desafío, con el bloque representando el 43% del PIB global y controlando dos terceras partes de la producción petrolera mundial. Y como si fuera poco, esta semana China, Rusia e India, junto a otros países, en el encuentro de la Organización de Cooperación de Shanghai propusieron una iniciativa de gobernanza global justa y equitativa.

El imperialismo decadente contemporáneo exhibe profundas contradicciones internas que amenazan su cohesión social y viabilidad política. Estados Unidos experimenta niveles históricos de polarización política, desigualdad económica y malestar social. Como señalan los análisis, 53 millones de norteamericanos (16% de la población) dependen de bancos de alimentos para subsistir, mientras 55 millones viven en pobreza. Esta situación se agrava por indicadores de descomposición social como el incremento de las «muertes por desesperación» (suicidios, sobredosis de drogas), la erosión de la expectativa de vida y la proliferación de violencia armada. El “sueño americano” se ha ido convirtiendo en pesadilla para muchos.

Estas dinámicas recuerdan las divisiones sociales del Imperio Romano, donde una élite latifundista extremadamente opulenta coexistió con masas crecientes de población empobrecida, colonos y esclavos. La reforma de Diocleciano que ató a los campesinos a la tierra (origen de la servidumbre medieval) es un testimonio de la rigidez social extrema y la desesperación fiscal del estado.

El proyecto imperial contemporáneo enfrenta una crisis de legitimidad profunda tanto a nivel doméstico como internacional. Internamente, las poblaciones del norte global muestran creciente escepticismo hacia sus instituciones representativas, con índices de confianza en mínimos históricos para gobiernos, parlamentos y partidos políticos. Externamente, el poder “de convencimiento” occidental se erosiona aceleradamente, reemplazado por narrativas alternativas promovidas por las potencias en auge y movimientos de resistencia en el sur global. Su “estrategia” son manotazos torpes sacados de un manual de negocios y lo que generan continuamente son resultados contrarios, para un ejemplo veamos ahora incrementarse la relación positiva entre India y China después de las amenazas de Estados Unidos.

Esta pérdida de hegemonía cultural encuentra paralelos en la decadencia romana, donde el ideal civilizatorio romano perdió poder de atracción tanto para las poblaciones sujetas como para las propias élites imperiales. Mientras las élites de Roma se volvían más corruptas y desconectadas de la realidad, buscando refugio en filosofías mistéricas o en el cristianismo emergente, las provincias desarrollaban identidades e intereses propios. El surgimiento de visiones alternativas como el cristianismo en el caso romano y los fundamentalismos religiosos en el contemporáneo señalan el agotamiento del marco ideológico dominante. De poco sirve una industria cultural que muestra cada vez más que está en crisis y que no logra reavivar “el sueño americano”.

El Imperio Romano constituye el arquetipo histórico de decadencia y colapso imperial, ofreciendo perspectivas valiosas para comprender las dinámicas contemporáneas. Su decadencia involucró factores múltiples interrelacionados: crisis económica, presión bárbara en las fronteras, inestabilidad política interna (la crisis del siglo III vio más de 20 emperadores en 50 años, la mayoría asesinados), transformaciones sociales profundas y erosión ideológica.

El imperialismo contemporáneo exhibe características decadentes inconfundibles en las dimensiones económica, geopolítica, militar e ideológica, pero esto no quiere decir que se acabe en corto plazo como terminaron el imperio inglés o español. Su base material se erosiona por la fiscalización parasitaria, la desindustrialización y el desafío a la hegemonía del dólar. Su poder coercitivo se ve cuestionado por la sobreextensión estratégica, el ascenso de potencias nuevas y la inefectividad de su maquinaria militar para obtener victorias decisivas. Su hegemonía ideológica se desvanece frente a la pérdida de legitimidad interna y externa, y la emergencia de narrativas alternativas.

Las comparaciones históricas, particularmente con el caso romano, revelan patrones recurrentes en los procesos de decadencia imperial: polarización social, crisis fiscal, dificultades fronterizas y erosión de los marcos culturales unificadores. Sin embargo, la situación contemporánea presenta particularidades irreductibles, especialmente la escala global del sistema capitalista, la existencia de armas de destrucción masiva, el carácter ecológico de la crisis actual y un nuevo “actor” que es la inteligencia artificial.

El futuro más probable parece ser un período prolongado de transición conflictiva hacia un orden posiblemente multipolar, donde la decadencia de la hegemonía occidental no garantiza automáticamente su reemplazo por una nueva hegemonía estable, sino más bien una fase de competencia inter imperialista intensificada y reorganización caótica del sistema-mundo.

La lección fundamental de Roma podría ser que los imperios caen no principalmente por amenazas externas, sino por su incapacidad para adaptarse a un mundo que sus propias acciones han transformado. Roma no cayó en un solo día en el 476 d.C.; fue un lento proceso de centrifugación de poder, donde las provincias simplemente dejaron de necesitar y obedecer a un centro que ya no les aportaba seguridad ni prosperidad. ¿Se parece en algo a nuestro presente?

De todos modos, todo imperio en decadencia tiende a generar salidas irracionales con las cuales hay que tener cuidado y estar preparados. Sobre todo, en el caso de Venezuela que además del bloqueo se ve cada vez más presionada militarmente.

Falta también, ver en este inmenso juego planetario como se van a mover América Latina, y África.

La filosofía del despojo que Fidel Castro identificó como raíz de la guerra sigue caracterizando al imperialismo en su fase decadente. Su superación definitiva requerirá no solo el ascenso de nuevos polos de poder, sino la construcción de un orden civilizatorio alternativo que trascienda la lógica depredadora del capitalismo imperialista en cualquiera de sus formas, emergentes o decadentes. Mientras este horizonte no se concrete, la humanidad probablemente enfrentará las convulsiones y estertores propios de un imperio que se resiste a aceptar su decadencia histórica.

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