12 octubre, 2025
La ciencia al desnudo - Últimas Noticias

Hace unas semanas, en el Premio Internacional La Mujer y La Ciencia 2023, otorgado por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco), los discursos de quienes intervinieron reafirmaron un planteamiento que hemos normalizado incluso en las teorías, las políticas y los proyectos de la izquierda crítica latinoamericana: «El mundo necesita más ciencia»; «El mundo necesita la ciencia». Esta «coincidencia» no es casual. En tiempos de crisis, hemos oído, en la opinión pública y publicada, narrativas en las que la ciencia se presenta como el patrón de conocimientos más racional para alcanzar el estadio más elevado y más desarrollado de la humanidad: «La ciencia es nuestra única esperanza para salir de las diversas crisis en las que estamos inmersos»; «Debemos construir más ciencia para todos»; «Necesitamos la ciencia abierta como un bien común»; «Hay que poner la ciencia al mando. La ciencia en todo y por todo, democratizada, transversalizada. La universalización del método científico, en todos los espacios de la vida, incluyendo la comuna»; «Al socialismo hay que ponerle ciencia»; «Hay que comunalizar la ciencia».

La primera pregunta que salta, frente a estas afirmaciones, es: ¿cuál ciencia? La ciencia ―y todos los relatos― que la universidad occidental crea, enseña y reproduce tiene pretensión de universalidad; es decir: desacredita los otros saberes como no saberes o como saberes atrasados (que solo pueden ser conocimientos cuando la ciencia los valida o los resemantiza). De manera que, más que hablar de si el mundo o el socialismo necesita o no ciencia, lo primero que habría que preguntarse es cuál racionalidad está detrás y le da sentido al método científico. Lo más responsable sería dilucidar si la ciencia que conocemos hoy es un constructo moderno/colonial. En este punto, la interpelación sobre la política de «ciencia abierta», expresada por Yesenia Olaya-Requene, la ministra de Ciencia y Tecnología de Colombia, resulta fundamental: «¿Qué implicaciones tiene democratizar la ciencia en los Estados latinoamericanos [y demás Sures globales], cuando las estructuras de conformación del saber científico están atravesadas por procesos históricos de racismo epistémico, segregación de identidades y pueblos en la región [yo añadiría: de invisibilización de las causas ulteriores de nuestros males]?».

En este contexto, cabría otra interrogante: más ciencia… ¿para qué? Los Estados con mayor desarrollo científico-tecnológico son los países con mayor huella ecológica; es decir: los países que tienen mayor responsabilidad en la crisis ambiental global. La historia ha demostrado que la ciencia (la ciencia moderna que conocemos y que se re-produce en las escuelas, las universidades y los centros de investigación) no tiene respuestas desde ella misma para atender las contradicciones de hoy. ¿Por qué, entonces, adoptamos la idolatría de la ciencia? O ¿por qué queremos hacer socialismo con la misma ontología de la modernidad, si esa es la lógica contra la que estamos luchando? ¿Podría ser la ciencia el caballo de Troya para la aniquilación y el control de otras culturas y de otras posibilidades de ser y de estar en el mundo? Vamos más profundo: ¿cuáles son las consecuencias cuando asumimos que el mundo necesita más ciencia?

Hay una cosmovisión detrás del concepto de la ciencia que conocemos desde hace casi cinco siglos: entender el mundo y enseñorearse de él  (doblegarlo, dominarlo) para hacerlo más confortable. Esta concepción de ciencia es pertinente al sistema-mundo-mercado-céntrico de la modernidad, europea/occidental, porque le permite a este sistema conocerse y legitimarse, pero sin ser cuestionado nunca en sus fundamentos; por esa razón, se nos ha hecho creer que la ciencia debe ocuparse tan solo de enunciar, en tanto que la denuncia y la transformación debe dejarse para otros campos. Así la ciencia deviene, en última instancia, en una teología (¡así como lo leen!) para la conservación y la legitimación del sistema hegemónico como si fuese el único posible y real.

Lo peligroso de la modernidad es que nos vende su ciencia como si fuese el patrón de conocimientos más racional, con los consiguientes atributos divinos: verdadero, universal, infinito (lo bueno, lo superior). La ciencia nos ha hecho ciegos/as y cínicos/as. Como decía en una entrega anterior de «Pensar a fondo», con los lentes de la modernidad, te quedas enredado en lo que aparece frente a los ojos y no tematizas aquello que produce eso que aparece.

Frente a esta trampa, pensar es una necesidad ineludible en un tiempo en el que la vida está en riesgo. ¡Si no podemos ver el problema, no vamos a poder ver la solución! Pensar, a fondo, es poner al descubierto conexiones y causas que, por lo general, permanecen ocultas en los fenómenos sociales, e intervenir para apoyar transformaciones reales, no reformas. Decía el maestro boliviano Juan José Bautista: «¡Hay que descolonizar la ciencia moderna, y ello puede significar que quizá no quede nada!».

Desnudar la ciencia moderna es clave, si nuestro objetivo es construir otro concepto de ciencia, que tenga como fundamento una racionalidad de la vida. En revolución, la crítica a la modernidad y a su ciencia constituye un imperativo. Es ingenuo pensar que, con los envases de la ciencia moderna, podríamos hacer una ciencia distinta, solo porque tenemos nobles intenciones. El método no es una herramienta: no es que agarras el método y lo usas sin fundamentación. El fundamento tiene tres sentidos: es principio (inicio); es sostén (algo que acompaña, que está siempre presente); es dirección (nos marca hacia dónde vamos). Para salir del círculo vicioso del proyecto moderno/colonial, tenemos que tomar conciencia de que nuestra liberación será imposible, si nuestra base sigue siendo un modelo que domina, explota, niega y encubre. Revisemos algunos de los elementos mencionados.

Para los ideólogos de la modernidad, es esencial distinguir entre el entendimiento y la razón. Todos los humanos tenemos entendimiento, pero no todos poseen la razón; para arribar a la razón, está el camino de la ciencia. «En su obra La fenomenología del espíritu, Georg Hegel ―así parafrasea Katya Colmenares―, aunque la razón es una facultad universal, es necesario trabajar en ella y desarrollarla en nosotros mismos. Por ello, Hegel se propuso exponer detalladamente cómo todos los seres humanos podemos acceder al nivel de racionalidad necesario para construir consensos y desarrollar proyectos políticos comunes. Para Hegel, el entendimiento es la facultad humana que utilizamos cotidianamente para delimitar, definir, resaltar o recortar elementos de la realidad, clasificándola a través de conceptos determinados. Por ejemplo, pensemos en las distinciones que hacemos a partir de oposiciones y contrarios, como identidad/diferencia, bien/mal, arriba/abajo. Sin embargo, el entendimiento no es suficiente para producir ciencia; ya que, para hacerlo, debemos superar la fragmentación y las contradicciones. Estas preguntas requieren del uso de otra facultad humana: la razón». La conciencia solo es capaz de elevarse al nivel de la razón, cuando es capaz de captar la realidad sin ningún tipo de contradicción. Para ello, la realidad debe vaciarse de contenido concreto; de manera que lo particular se pueda comunicar de forma universal, y ello significa superar las contradicciones internas de la historia y encontrar una única verdad en la que la humanidad pueda estar de acuerdo: la ciencia. Esta base sólida y universal (la ciencia) permitiría fundar un sistema político racional acorde al modelo de sociedad de la modernidad. De allí que la ciencia siempre tenga preguntas políticas de fondo.

Acá el testimonio de Hegel es descriptivo de este proceso: «En mi desarrollo científico, que había partido de las necesidades más subordinadas del hombre, me vi inevitablemente conducido hacia la ciencia, y mi ideal de juventud tuvo que tomar la forma de una reflexión y, por tanto, la de un sistema». Un sistema mecanicista, que no solo simplifica lo complejo de lo real y nos lleva a pensar la realidad de una forma totalmente a-histórica, abstracta, a-temporal y a-espacial; sino que, además, se cree con la jerarquía de determinar qué es verdad, qué es realidad y qué es lo mejor para todos. De ahí la famosa frase, de corte decartiano, «Pienso, luego existo», que significa: Yo impongo, luego existo; Yo extermino, luego existo.

Como recuerda Katya Colmenares, tras los cuatro genocidios/epistemicidios del largo siglo XVI, se constituyó, en el sentido común de la época, que el «yo» del que hablaba René Descartes era el de un hombre blanco occidental. Este hombre blanco ya no necesitaba de Dios, porque había conquistado y colonizado el mundo entero, convirtiéndose él mismo en el centro y el saber absoluto del universo.

Desde el siglo XIX, al convertirse en antonomasia de la razón, la ciencia moderna reemplaza a la Iglesia como la principal autoridad en el campo del conocimiento, con todos los atributos del Dios de la cristiandad (¡ojo!, no del cristianismo): verdadera, universal, objetiva y neutral; y extrapola el dualismo constitutivo de la cristiandad; en este caso: mente/cuerpo, civilización/barbarie, hombre/naturaleza, ser/no ser, sujeto/objeto, desarrollados/no desarrollados.

La ciencia impuso un proceso de colonización: un sistema de saberes, cuyo fundamento cosifica la vida, los humanos, la Tierra. «El hecho de que la ciencia ―deplora Juan José Bautista― renazca en la modernidad como ciencia natural no es casual, es parte de todo un proyecto de sociedad que la modernidad tuvo de sí. Descualificar a la naturaleza de sus atributos para convertirla en mero objeto era parte del proyecto descualificador de los antecedentes. Empezar de cero, como tabula rasa, como res extensa, como espacio euclidiano, implicaba darle la espalda a la historia. (…) Hasta ahora la ciencia social no ha reparado en por qué para la ciencia moderna la categoría de naturaleza entendida como objeto es central y arquimedea, es decir, fundante de toda una concepción nueva de toda la realidad. Mientras la ciencia social no cuestione esta concepción moderna de la naturaleza, seguirá desplegando la pretensión de dominación inherente a ella».

La ciencia que hoy conocemos y reproducimos, como está hecha a imagen y semejanza del proyecto ideológico de la modernidad/colonialidad, encubre las relaciones de dominación: oculta los hechos empíricos del presente que consisten en el incremento, a escala mundial, de la pobreza y la explotación de la naturaleza no humana. Este fetichismo por las relaciones de dominación capitalistas ha invertido de tal modo la realidad, que ahora ya no está invertida solamente la dialéctica, sino la realidad toda. Y, como alerta Juan José, esta inversión se ha impuesto de tal modo que, ahora, hasta el pensamiento crítico y de izquierda se relaciona con esta realidad invertida como si fuese así la realidad toda. De ahí que la importancia de la pregunta radica en que te dirige al lugar donde vas a llegar.

Esta cosmovisión nos determina, de manera oculta, por la espalda. Tal contenido está presente en toda la actividad científica que hacemos o hagamos, tengamos o no conciencia de ello. La supuesta objetividad de la ciencia está repleta de subjetividad moderna, o sea, del sujeto que se relaciona con los otros y lo otro como objetos; por cuanto el primer producto de la ciencia es el sujeto moderno que desarrolla, con bastante éxito, la ciencia natural y la tecnología como cosificación y cuantificación de la realidad. Esta razón calculadora, o instrumental, a juicio de Juan José, «solo calcula, o sea, que cuantifica y describe solamente una dimensión de la realidad, aquella que se somete a la sola cuantificación. Y cuando la razón confunde esta dimensión de la realidad con toda la realidad, entonces no solo reduce la realidad, sino que también reduce y empobrece la razón y la humanidad, y así fue desapareciendo poco a poco lo que sea el pensar, como ejercicio propio de la razón que piensa los grandes problemas de la humanidad. ¿Tragedia de la modernidad?». He ahí la gravedad de hoy: ya no pensamos. La modernidad ha colonizado hasta nuestras expectativas y horizontes; ya no necesitamos la picota del colonizador, aspiramos «voluntariamente» a tener aquello que nos oprime. Más ciencia… es más ciencia imperial, más ciencia para la dominación y, por tanto, más destrucción de la trama de la vida, o sea, de nuestro propio sustento.

La ciencia moderna es responsable de la actual crisis civilizatoria a la que acudimos hoy, y que se expresa no solo en la crisis social, espiritual; sino en el colapso de los sistemas ecológicos que hacen posible la reproducción de la vida. Por ello, al concepto de ciencia moderna le debemos responder con un concepto de ciencia que tenga, en su raíz, una ética que vele por la condición de posibilidad de la vida y se haga cargo de los efectos negativos del sistema. En otras palabras: tenemos la responsabilidad histórica de construir un nuevo concepto de ciencia que esté al servicio de la vida, y no de la dominación.

Si la ciencia está en disputa ―no solo como campo teórico, sino también en su campo práctico― no deberíamos estar sosteniendo toda la debacle de Occidente, con narrativas, políticas y plataformas ingenuas de obediencia al relato imperial, camuflado de relato progresista. Como dice el dicho, «Las herramientas del amo nunca desmontan la casa del amo». Necesario es revolucionar el saber y el conocer, pero también las formas de ser, de soñar y de relacionarnos en comunidad. Idolatrar la ciencia moderna es idolatrar a nuestros verdugos. ¿¡Acaso 500 años de colonialidad no bastan!? 



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